Están sentados en el borde de la cama. Las cortinas están abiertas y miran hacia la cordillera: un amanecer rojo, limpio y penetrante. Uno que podría estar en una película, uno que se ha descrito tantas, tantas veces. Una isla, piensa él, una isla de la naturaleza en la mitad de un julio interminable, lluvioso. Ella le acaricia el pene con la mano derecha, le dice que cada vez que se encuentre con un amanecer glorioso como ese la va a recordar, y que eso, de algún modo, es bonito. Él tiene catorce años y ella bastantes más. Se conocieron en abril, en la biblioteca, y no fue casual: ella lo veía tan solo y ella en realidad estaba tan sola, tan increíblemente sola.
Fue la poesía lo que nos juntó, le decía, y él, que aún no entendía bien qué significaba esa palabra, a veces quería tomar la poesía y deshacerla en mil pedazos, prenderle un fuego, arrojarla a un pozo profundo, a un abismo del mar.
Los cabros de tu edad no se interesan por estos libros, dijo ella, mintiendo.
Es para el colegio, dijo él, mintiendo.
Él sabía, por reflejo, que era afortunado, pero afortunado era lo último que se sentía, más bien sentía otras cosas, las de siempre, y a veces, incluso, no sentía nada; cuando sus compañeros hablaban de sexo él guardaba un silencio nervioso, de virgen. Silencio. Y el silencio se había colado lentamente por todos los orificios, cada vez que no sabía qué hacer, cada vez que no tenía (o que creía o que quería creer que no tenía) otro lugar a donde ir, cada vez que se ensuciaba de las palabras que ya no quería decir y que ya no quería oír y que ya no quería leer, su último dominio, su refugio en la mitad del bosque, aunque para ella, en realidad, el asunto del silencio no era de mayor importancia, o mejor, era un detalle puesto en una esquina, manteniendo, claro, las proporciones. Y no les era del todo triste constatar que el silencio puede ser suficiente, que nos acostumbramos mezquinamente a que tantas cosas sean suficientes.
Ella se para y enciende un cigarro. Él observa su cuerpo balancearse, sus carnes moverse con insolencia. Ella le sonríe, vuelve a maldecir la mala suerte y vuelve a señalar que no tendrá problemas en abortar, que ya lo ha hecho antes y que a esa altura es simple, pero que será la última vez que se vean, que ya es suficiente, una señal. Que tiene que buscarse una polola si quiere seguir disfrutando de la vida, que lo va a echar de menos, a él y su cuerpecito afable, y en esto hay cariño. Él piensa que no le interesa seguir disfrutando de la vida, que lo único que quiere es lo que fue a buscar esa tarde a la biblioteca y que no encontró. Que quizá nunca encuentre, se repite como tantas otras veces. Piensa en el azar, la suma de circunstancias y decisiones que lo llevaron a estar ahí, a pasar, contra todo pronóstico, por primera vez la noche en aquel departamento. Recuerda, por lo demás, que no es la primera vez que le dice que no se volverán a ver.
Siempre me sorprende que aún con la vista de esa cordillera esta ciudad se las termine arreglando para ser asquerosa, dice ella.
Él vuelve a mirar por la ventana: ya no hay rojo pero todo brilla, todo está claro, tan hermoso que dan ganas de llorar.
Pasan muchos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario